lunes, 13 de enero de 2014

Fragmento de El Tesoro de la Nación 1920 por FRO

Luego de un largo rato de solazarnos con cantos y relatos de anécdotas curiosas, el cansancio atrasado aunado al placentero calor producido por las llamas de la fogata nos hizo quedarnos mudos. Recostado ya en la arena, un pesado letargo me fue cayendo encima como una manta hecha de malla de plomo que me fue dejando pacíficamente inmóvil. Sólo apenas captaba mi vista el techo de la caverna que muy dificultosamente se alcanzaba a ver. Estaba conformado por una superficie sinuosa con picos de roca afilados, embadurnados algunos por pincelazos de luz amarillenta que cintilaba mustia al ser parida por unos cuantos rescoldos de leña que estaban prontos a consumirse de completo. Mientras, por mi mente semidormida cruzaban pensamientos y recuerdos como nubes en un cielo ventoso. El inmenso convoy abandonado; el perro bravo; las ampollas de mis plantas; el malecón del puerto de Veracruz que nunca volvería a ver a Carranza; los rostros sin ojos de los martirizados; la estrellita del lejano cielo; el bote de manteca lleno de frijoles.

De pronto me vi rodeado de una docena de enormes perros, unos negros, otros pardos, con grandes fauces que hedían a carne podrida. Apoyaba yo la espalda en un muro de adobe que a lo ancho y alto parecía interminable. Mis piernas al desnudo se ofrecían apetitosas a esos demonios. Mi desesperación era mayor cuando no los podía ver del todo debido al deslumbramiento de un sol intenso que me daba en la cara.  Entre los ladridos demoniacos podía percibir las risotadas burlonas de Julián y Anacleto. ¡Ayúdenme! Quería  suplicarles a gritos, pero de mi boca no salía sonido alguno. ¡Madre Santísima, Socórreme! Suplicaba yo entonces en silencio forzado, mientras el corazón se me quería salir del pecho. En medio de la más aguda desesperación que alguien pudiera soportar, algo me hizo sombra en el cielo. La forma de un caballo que flotaba en los aires se interponía entre mis ojos y el sol. Puede entonces ver con claridad que era mi Grifo que bajaba agitando grandes alas y caía implacable sobre los canes. Dando coses y patadas furiosas a algunos que aún quedaban de pie. Las patas delanteras de pronto ya no terminaban en pesuñas, sino que se habían tornado a poderosas garras de león con las que desgarraba las panzas de otros perros que intentaban levantarse del suelo, haciéndoles mostrarme sus entrañas asquerosas. En un santiamén mató a cada uno de ellos. Grifo ya con las cuatro patas en el suelo y las alas cerradas, con mirada suave y cariñosa, a rugidos me habló utilizando palabras totalmente inteligibles para mí, pero que de alguna manera me quedaron en la memoria y que antes de olvidarlas luego de unos días después las puede anotar en un papel:

“Siendo yo Grifo no hay rareza en que sea su guardián.
De los ciento cincuenta, cuarenta y cinco yacen abajo.
 Te estaré esperando fiel y paciente que vengas a tomar cuenta a su tiempo.
De igual seré un preciso guía para la veintena previa.
 Sólo tu alma noble tiene cabal mérito.
 Cualquiera otra tuviera tan sólo el mismo destino que la fuente de tu temor, del que ahora, mi amo, has quedado libre por siempre”.

Aún con la respiración agitada me dí cuenta que sentía arena en el dorso de la mano y la cara. Poco a poco pude mover una pierna y luego la otra. Entendí entonces que sólo había estado dormido. Sólo fue un sueño como de opio. Había ya amanecido y al poder por fin abrir los ojos me sorprendí cuando todos mis compañeros alrededor de mí estaban mirándome muy extrañados y hasta preocupados.  “¿Qué te pasó Juvencio? Te sacudías como un endemoniado ¡Nos espantaste ladino!” me dijo Terrazas. A lo que respondí: “Nada, sólo fue un mal sueño ¿Qué no tienen algo mejor que hacer? Dejen de mirarme que estoy bien” pero siguieron inmóviles y Terrazas señalando con el debo hacia el suelo me dijo: “Mientras te retorcías, en la arena escribiste algo con el índice… sí, no me veas con esa cara. Fuiste tú en tu pesadilla”. En la arena junto al lugar donde estaba yo acostado había una inscripción hecha con letra temblorosa que rezaba: Ego custodem.
Al ver ese disparate sin sentido, me levanté de un salto sin quitarle la vista de encima. Me corrieron escalofríos por brazos y cabeza, aunándose un vahído breve. De pronto pensé: “Eso no viene de Dios”, me santigüé en seguida y deshice aquello con el pié a la vez.

                Pasando hambres y cansados llegamos al convoy en algunas jornadas de camino. Era una mañana fría y había allí una neblina espesa. La estación Aljibes parecía poblada de fantasmas. Entre los vagones se me figuraba que se paseaban figuras humanas borradas por la neblina pero en realidad todo aquello estaba solitario y completamente silencioso como un campo santo.

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